Existe la idea comúnmente aceptada, que hay que favorecer los pensamiento positivos frente a los negativos, aunque esto en principio parece sensato y sin duda es mejor que en nosotros imperen los primeros en vez de los segundos, lo cierto es que si ponemos en práctica este concepto nos precipitamos hacia un conflicto interior, por un lado hay que eliminar o exiliar algunos acontecimientos mentales que se producen en nosotros, en pro de otros que consideramos mejores. Esto representa una fragmentación del propio sí mismo, una multiplicidad antagónica de personajes, por un lado encontramos un productor o receptor de pensamientos negativos, por otro, un trabajador, agotado antes de empezar, que elabora o busca referentes de los positivos y finalmente, el censor/juez omnipotente, omnipresente, que decide cual es positivo y cual negativo, que es lo bueno y que es lo malo, en definitiva es el que sabe.
Esta discusión a tres se complica exponencialmente a medida que incrementamos la distancia entre nuestros fragmentos, es la inquietud de lo no resuelto, de lo soterrado en el delgado barniz de la ilusión, donde la única salvación parece ser saber el motivo, la causa de la aparición de estos pensamientos negativos o tal vez el origen en una desesperada necesidad eliminar cargas, o más bien transmitirlas a modo de responsabilidad o de culpa, externamente a modo de autojusticación (padres, maestros, conyugues, trabajo, etc.), o internas (como hice esto, si hubiera hecho aquello, soy un desastre, no me organizo, no soy capaz, no tengo fuerza de voluntad, etc.).
Si miramos esto atentamente, nos damos cuenta de que el proceso es mucho más negativo que los pensamientos que en él aparecen y que es la propia importancia que le damos a estos pensamientos, lo que los convierte en poderosos.
Así pues lo importante no es que aparezcan ciertos pensamientos en nuestra mente, sino que hacemos con ellos, aquí está la verdadera elección, identificarse con unos, con los otros o quizás con ninguno.